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El Raspa y la evaluación

Posted on: 5 noviembre 2014

Tenía trece años, era el más pequeño de una familia numerosa en la que la madre ejercía de madre y padre, cuando el trabajo se lo permitía y en la que cada cual sobrevivía como podía, sin tener en cuenta al otro. Le gustaba faltar a clase y acercarse a la valla del colegio a la hora del recreo, para alardear ante sus compañeros de que las normas no iban con él y de su habilidad con la bicicleta. Le llamaban el Raspa por su corta estatura, su delgadez extrema, su manera nerviosa, atropellada de hablar y su forma alocada de moverse y actuar. Jamás pensaba en las consecuencias de lo que decía o hacía, siempre dispuesto a divertirse en el patio y en clase a costa del mosqueo del profesor o el cabreo de los compañeros que sufrían sus «gracias», sus insultos y sus continuas provocaciones.

Pasaba demasiadas horas en la calle con gente mayor que él. Un día, alguien pensó que podía resultar útil contar con su colaboración; tan pequeño, tan despierto, tan necesitado de amigos que le ofrecieran un poquito de cariño, aunque fuera interesado, decidieron ponerlo a prueba. Y resultó. Nadie como él para introducirse por el hueco más pequeño, la ventana más angosta y pasar al otro lado la mercancía robada.

Cambié de centro, le perdí la pista y durante años solo supe de él por las noticias que me llegaban de antiguos compañeros, a los que veía de cuando en cuando. Me enteré de que había entrado y salido de un centro de menores en varias ocasiones y también de su paso por la cárcel, cuando dejó de ser menor.

Un día, paseando por su ciudad, observé cómo un individuo se acercaba caminando en sentido contrario. Venía frente a mí, me miraba, sonreía y, cuando llegó a mi altura, se colocó justo delante, impidiéndome seguir la marcha. Pensé que era por la acera, excesivamente estrecha y traté de esquivarle, pero me puso la mano en el pecho y me llamó por mi nombre: «¿No me conoces?». «No». «Soy el Raspa».

Jamás pensé que en un segundo se pudieran recordar tantas cosas y todavía sobrara tiempo para imaginar qué sucedería después. «El Raspa, Lucas, ¿ya no te acuerdas de mí?», insistió.

Me obsesiona la idea de conocer cómo me sentiría si un día, pasados los años, me encontrara en la calle con los alumnos y alumnas con los que hoy comparto aula. ¿Me produciría vergüenza, miedo, inquietud, rechazo, alegría, satisfacción? Siempre he querido saber si algo de lo que vivimos juntos en una época determinada ha dejado un pequeño poso en su manera de ser, sentir, comportarse, actuar, en definitiva, ver e interpretar el mundo.

Me parece una pena que la evaluación de los años que pasamos juntos se concrete, casi en exclusiva, en la cantidad de contenidos que fui capaz de animarles a adquirir. Por eso, hace años que incluyo una rúbrica de evaluación virtual que les paso, sin que sean conscientes de ello, cuando nos cruzamos en la calle o en el pasillo del supermercado. Son items emocionales que incluyen la percepción de cómo me siento y cómo creo que se sienten cuando nos vemos o nos esquivamos, nos hablamos o no nos saludamos y nos despedimos o no. Son aspectos que condicionan mi programación de cada curso e influyen de manera importante en mi forma de entender la relación con mis alumnos en el aula y mi metodología de clase.

Lucas, el Raspa, me tendió la mano, me dijo que se acordaba perfectamente de todo lo que habíamos hablado, de las putadas que me había gastado y de las canciones que les ponía en clase. Recordaba una de Marieta que hacía que su novio se sintiera como un gilipollas y soltó una carcajada que llamó la atención de todos los que pasaban por allí, como hacía cuando era niño. Nos abrazamos, nos dijimos adiós y marchamos cada uno por nuestro lado, sin saber si volveríamos a vernos. En mi caso, además, con una sensación de felicidad que no sé si podría describir. A pesar de que la escuela no fue capaz de evitar el doctorado en delincuencia de Lucas, mi rúbrica virtual, transcurridos trece años, arrojó un resultado positivo. Porque quiso hablar conmigo, porque no me sentí incómodo, porque no pasé vergüenza, porque me reí de mi miedo inicial, porque recordó momentos felices y pasó de puntillas por los que nos angustiaban a ambos, porque nos dimos un abrazo, porque me gustaría volver a verle y porque le deseo lo mejor.

4 respuestas to "El Raspa y la evaluación"

Reblogueó esto en Grupo de innovación e investigación pedagógica "Mestre Ripoll"y comentado:
«El Raspa y la evaluación», por @jpslatorre

Nos cruzamos en la calle, yo no le reconocí, él sí me reconoció, -nosotros ya no cambiamos, seguimos igual de calvos- le dije; él sonrió y confirmó la certeza de ese homogéneo aspecto que nos da la edad.
–Tú sí que has cambiado, ya eres mayor- le dije, él sonrió. Gabi es ya un hombre que ronda los 30 años, su aspecto era formidable cuando lo vi por última vez; joven, alto, fuerte, bien parecido. Fue un alumno “difícil” que quedó a mi cargo por recomendación del equipo multiprofesional (expertos ¡¿) ya que, al parecer, yo “podría manejarlo”.
-Gabi- le dije, -tú te llevaste el último tortazo que di como profe-, cuando ejercía como tal, -espero que no me la devuelvas- le dije. Él sonrió, -algo habría hecho-, me dijo mirándome creo que de forma cariñosa.
No obtuve muchos detalles en respuesta a la obligada pregunta -¿qué haces ahora?, tampoco insistí, quise conformarme con su buen aspecto deseándole lo mejor. En la calle le encontré y allí le dejé, espero que bien, deseando que le vaya bien. Es tan poco al fin lo que podemos hacer, o tanto… no estoy seguro.
También quiso hablar conmigo, tampoco me sentí incómodo, ni sentí vergüenza, también pasamos de puntillas por agudos problemas personales y familiares que le aquejaban de niño y también me gustó verle y deseo volverlo a ver cada vez con mejor aspecto y esa cordial sonrisa que damos mostrando sin palabras reconocimiento y afecto mutuo.

Javier, seguro que todos tenemos alguna anécdota similar que contar, cada cual con sus matices. Estoy seguro de que es mucho lo que podemos hacer, la pena es que no tenemos la certeza de lo que hemos conseguido hasta pasados los años, cuando los encontramos en la calle. Esa es la idea, cuando esto ocurra quiero tener la conciencia tranquila.

Ciertamente, aquellas actividades profesionales que comportan una necesaria interacción social llevan consigo estas experiencias de personas con personas que pueden pasar de la pura anécdota curiosa o graciosa hasta marcar de forma trascendente nuestras vidas. Puede que ahí esté lo maravilloso de la función docente en muchas ocasiones y también lo frustrante y doloroso en otras.
Dicen los estudiosos que la vida profesional y la personal en los docentes suelen ir muy a la par. Dicen que no podemos o sabemos deslindar contextos de manera que casi siempre estamos hablando de nuestro trabajo, nuestro día a día, anécdotas, experiencias, de nuestros momentos de felicidad o de desencuentro. Nuestro trabajo determina nuestra vida y a la inversa.
Lo que hacemos, omitimos, decimos o callamos, tiene una trascendencia. En nuestro caso, en nuestro papel de acompañamiento y modelado de jóvenes a nuestro cargo, la responsabilidad y necesidad de ofrecer nuestra mejor versión constituye un imperativo. Es maravilloso que tras treinta años de dejar a una promoción de alumnado, se propicie una “quedada” ( como se suele llamar a ciertos encuentros ) y reconozcan los adultos asistentes ( otrora jovencitos en nuestra tutoría ) que ciertos profesores se erigieron en su guía, modelo a seguir y artesanos de su propia construcción personal. A veces, ciertos jóvenes con un severo grado de desestructuración en muchos aspectos, llegan a confiar más en su profesor que en toda su familia, o a llorar desconsoladamente el día de su marcha.
Y es que la actividad educativa no se acaba con las matemáticas, la historia o el inglés. La auténtica magia reside en esa cercanía, ayuda, consejo, complicidad y trato que va más allá de la correcta formalidad. La función educadora es hermosa.
“ Sólo una vida de dedicación a los demás merece ser vivida “ A. Einstein

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